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BARUCH SPINOZA y el PANTEÍSMO

Posted by on 24 junio, 2010

Filósofo y teólogo holandés, considerado como el exponente más completo del panteísmo durante la edad moderna. La más completa expresión de su pensamiento y de su sistema filosófico quedó expresada en su gran obra Ethica ordine geometrico demonstrata (Ética demostrada según el orden geométrico, 1677, más conocida por el título abreviado de Ética). De acuerdo con este tratado, el Universo es idéntico a Dios, que es la “sustancia” incausada de todas las cosas.

El concepto de sustancia, no es el de una realidad material, sino más bien el de una entidad metafísica, una base amplia y autosuficiente de toda realidad. Spinoza admitió la posible existencia de atributos infinitos de la sustancia, pero mantuvo que tan sólo dos son accesibles a la mente humana, a saber, la extensión, o el mundo de las cosas materiales, y la racionalidad. El pensamiento y la extensión existen en una última realidad que es Dios, de quien dependen.

Explicó la individualidad de las cosas, ya fueran objetos físicos o ideas, como modos particulares de sustancia. Todos los objetos particulares son las formas de Dios, contenidas en el atributo extensión; todas las ideas particulares son las formas de Dios contenidas en el atributo pensamiento. Las formas son natura naturata (naturaleza creada) o naturaleza en la multiplicidad de sus manifestaciones; la sustancia, o Dios, es natura naturans (naturaleza que crea todo lo que hay) o naturaleza en su unidad creativa, actuando como el factor determinante de sus propias formas, las cuales son transitorias y su existencia adopta una forma temporal; Dios es eterno y trasciende todos los cambios. Por consiguiente, las cosas particulares, ya sean extensión o pensamiento, son finitas y efímeras. Mantuvo, no obstante, que existía un mundo indestructible. Ese mundo no se puede encontrar en el terreno de las cosas existentes sino en el de la esencia.

Su concepto de esencia está relacionado de modo muy intenso con el concepto escolástico de “verdadero” y con las ideas arquetípicas formuladas por Platón, aunque se distingue de ambos en algunos aspectos trascendentes. La diferencia fundamental entre las existencias y las esencias en la cosmología de Spinoza es que, mientras las primeras tienen su ser en el tiempo, las segundas están fuera del ámbito temporal. Dado que la mortalidad puede pertenecer en exclusiva al ámbito de las cosas sujetas a la ley del tiempo, el ámbito de las esencias, al no hallarse sometido a las leyes del tiempo, tiene que ser en consecuencia eterno. No obstante, el campo de las esencias es un terreno de existencia inmanente.

Cada existencia tiene, como se ha indicado, un carácter universal o esencial, aunque para realizar ese carácter la cosa existente tiene que trascender su propia forma intrínseca, es decir, liberarse a sí misma de las limitaciones de su propia estructura. El terreno de las esencias, por este principio, tiene una especie de ser en el ámbito de las existencias (siendo el primero la inminente causa del segundo) aunque no comparte su limitación temporal. La causalidad inmanente, de acuerdo con su metafísica, significa autocausalidad, y aquello que es autodeterminado es libre. Desde este razonamiento, desarrolló su doctrina de la libertad como un bien que sólo se puede alcanzar en el terreno de las esencias. La existencia en sendos atributos (extensión y pensamiento) es esclavitud ya que cada cosa existente está determinada por sus propias series causales y la forma de su ser está determinada por ellas. Sólo en lo atemporal, en la existencia autocausada, es decir en lo universal y lo inmanente, es posible la libertad completa; sólo con la identificación con la sustancia, o Dios, se obtiene la inmortalidad y con ella la paz. Spinoza rechazó la providencia y la libertad de la voluntad, y su concepto de un dios impersonal fue recibido con hostilidad por muchos de sus contemporáneos. Su posición en la historia de la filosofía es única en muchos aspectos. No perteneció a ninguna escuela y no fundó ninguna. Aunque en ciertos puntos su trabajo se basaba en el de algunos de sus predecesores, Por la profundidad y la grandeza de sus ideas y su notable capacidad de síntesis, Spinoza se sitúa junto a los mayores pensadores filosóficos de todos los tiempos.

El Estado democrático para Spinoza

En el capítulo XVI (titulado “De los fundamentos del Estado; del derecho natural y civil del individuo y del derecho de las supremas potestades”) de su Tratado teológico-político, el filósofo racionalista holandés Baruch Spinoza analizó los que él consideraba fundamentos del Estado democrático. A continuación se puede leer un fragmento de dicho capítulo.

Capítulo XVI. Fragmento de Tratado teológico-político. De Baruch Spinoza.

Así, pues, se puede formar una sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado con máxima fidelidad sin que ello contradiga al derecho natural, a condición que cada uno transfiera a la sociedad todo el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga el supremo derecho de la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema, a la que todo el mundo tiene que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por miedo al máximo suplicio.

El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se define, pues, la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede. De donde se sigue que la potestad suprema no está sometida a ninguna ley, sino que todos deben obedecerla en todo. Todos, en efecto, tuvieron que hacer, tácita o expresamente, este pacto, cuando le transfirieron a ella todo su poder de defenderse, esto es, todo su derecho. Porque, si quisieran conservar algo para sí, debieran haber previsto cómo podrían defenderlo con seguridad, pero, como no lo hicieron ni podían haberlo hecho sin dividir y, por tanto, destruir la potestad suprema, se sometieron totalmente, ipso facto al arbitrio de la suprema autoridad. Puesto que lo han hecho incondicionalmente (ya fuera, como hemos dicho porque la necesidad les obligó o porque la razón se lo aconsejó), se sigue que estamos obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que queramos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón, que nos aconseja defenderlo con todas las fuerzas. Porque la razón nos manda cumplir dichas órdenes, a fin de que elijamos de dos males el menor.

Adviértase, además, que cualquiera podía asumir fácilmente este peligro, a saber, de someterse incondicionalmente al poder y al arbitrio de otro. Ya que, según hemos demostrado, las supremas potestades sólo poseen este derecho de mandar cuanto quieran, en tanto en cuanto tienen realmente la suprema potestad; pues, si la pierden, pierden, al mismo tiempo, el derecho de mandarlo todo, el cual pasa a aquel o aquellos que lo han adquirido y pueden mantenerlo. Por eso, muy rara vez puede acontecer que las supremas potestades manden cosas muy absurdas, puesto que les interesa muchísimo velar por el bien común y dirigirlo todo conforme al dictamen de la razón, a fin de velar por sí mismas y conservar el mando. Pues, como dice Séneca, nadie mantuvo largo tiempo gobiernos violentos.

Añádase a lo anterior que tales absurdos son menos de temer en un Estado democrático; es casi imposible, en efecto, que la mayor parte de una asamblea, si ésta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo. Lo impide, además, su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro, según hemos visto, que evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la medida de lo posible, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en paz y concordia; si ese fundamento se suprime, se derrumbará fácilmente todo el edificio. Ocuparse de todo esto incumbe, pues, solamente a la suprema potestad; a los súbditos, en cambio, incumbe, como hemos dicho, cumplir sus órdenes y no reconocer otro derecho que el proclamado por la suprema autoridad.

Quizá alguien piense, sin embargo, que de este modo convertimos a los súbditos en esclavos, por creer que es esclavo quien obra por una orden, y libre quien vive a su antojo. Pero esto está muy lejos de ser verdad, ya que, en realidad, quien es llevado por sus apetitos y es incapaz de ver ni hacer nada que le sea útil, es esclavo al máximo; y sólo es libre aquel que vive con sinceridad bajo la sola guía de la razón. La acción realizada por un mandato, es decir; la obediencia suprime de algún modo la libertad; pero no es la obediencia, sino el fin de la acción, lo que hace a uno esclavo. Si el fin de la acción no es la utilidad del mismo agente, sino del que manda, entonces el agente es esclavo e inútil para sí. Ahora bien, en el Estado y en el gobierno, donde la suprema ley es la salvación del pueblo y no del que manda, quien obedece en todo a la suprema potestad, no debe ser considerado como esclavo inútil para sí mismo, sino como súbdito. De ahí que el Estado más libre será aquel cuyas leyes están fundadas en la sana razón, ya que en él todo el mundo puede ser libre, es decir, vivir sinceramente según la guía de la razón, donde quiera. Y así también, aunque los hijos tienen que obedecer en todo a sus padres, no por eso son esclavos: porque los preceptos paternos buscan, ante todo, la utilidad de los hijos. Admitimos, pues, una gran diferencia entre el esclavo, el hijo y el súbdito. Los definimos así: esclavo es quien está obligado a obedecer las órdenes del señor, que sólo buscan la utilidad del que manda; hijo, en cambio, es aquel que hace, por mandato de los padres, lo que le es útil; súbdito, finalmente, es aquel que hace, por mandato de la autoridad suprema, lo que es útil a la comunidad y, por tanto, también a él.

Con esto pienso haber mostrado, con suficiente claridad, los fundamentos del Estado democrático. He tratado de él, con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues en este Estado, nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural. Por otra parte, sólo he querido tratar expresamente de este Estado, porque responde al máximo al objetivo que me he propuesto, de tratar de las ventajas de la libertad en el Estado. Prescindo, pues, de los fundamentos de los demás Estados, ya que, para conocer sus derechos, tampoco es necesario que sepamos en dónde tuvieron su origen y en dónde lo tienen con frecuencia; esto lo sabemos ya con creces por cuanto hemos dicho. Efectivamente, a quien ostenta la suprema potestad, ya sea uno, ya varios, ya todos, le compete, sin duda alguna, el derecho supremo de mandar cuanto quiera. Por otra parte, quien ha transferido a otro, espontáneamente o por la fuerza, su poder de defenderse, le cedió completamente su derecho natural y decidió, por tanto, obedecerle plenamente en todo, y está obligado a hacerlo sin reservas, mientras el rey o los nobles o el pueblo conserven la potestad suprema que recibieron y que fue la razón de que los individuos les transfirieran su derecho. Y no es necesario añadir más a esto.

Fuente: Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político. Traducción, introducción, notas e índices de Atilano Domínguez. Madrid: Alianza Editorial, 1986.

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