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RELIGIÓN, FAMILIA y COSTUMBRES EN LA ANTIGUA ROMA

Posted by on 24 febrero, 2010

Comparto nuevamente con ustedes la lectura de “Los romanos”[1], de R. H. Barrow. Este libro, aborda el estudio de la persistencia del espíritu inmortal de la civilización romana. Cuna de occidente, su aporte fue fundamental para el establecimiento de la civilización europea.

“Los romanos” no se propone ser un libro de historia. Barrow se propone describir a los romanos como pueblo, como civilización y como cultura, y, de esta manera, el libro brinda las bases para conocer los hitos más importantes, los diferentes períodos (la monarquía, la república, el imperio) y las personalidades destacadas en política, filosofía, literatura, e historia. Para el autor el libro es una invitación a la reflexión, a la búsqueda, a la reconstrucción de una historia apasionante.La religión romana fue primero la religión de la familia y, luego, de su extensión, el Estado. La familia estaba consagrada y, por tanto, también el Estado. Las sencillas creencias de las familias y los ritos practicados por ellas se modificaron y ampliaron, en parte por nuevas concepciones debidas a nuevas necesidades, y en parte por el contacto con otras razas y culturas, a1 unirse las familias para constituir aldeas y, por último, la ciudad de Roma.

Los antropólogos han dado el nombre de «animismo» a la etapa de la religión primitiva en la que se supone que en todas las cosas reside una «fuerza», un «espíritu» o una «voluntad». Para el romano de los primeros tiempos, el numen, fuerza o voluntad, residía en todas partes o, mejor dicho, se manifestaba en todo lugar por medio de una acción. Lo único que se sabe de esta fuerza es que es capaz de obrar, pero su manera de actuar es indeterminada. En el reino del espíritu. cuya característica es 1a acción, el hombre es un intruso. ¿Cómo podrá mitigar el pavor que siente y cómo conseguirá que el numen realice el acto requerido, logrando para sí «la paz de los dioses»?

Lo más urgente es «fijar» esta fuerza vaga de una manera aceptable pare ella, limitando o dirigiendo su acción a algún fin vital del hombre. Se pensaba que al dar un nombre a su manifestación en los fenómenos concretos, se definía lo que era vago, y, por decirlo así, se encauzaba su energía hacia el fin deseado. Y así como las actividades del campesino y de su familia, ocupados en labrar el campo, en tejer y cocinar y en criar a los hijos, eran muchas, así la acción de esta fuerza se dividía en innumerables poderes nominados, que comunicaban energía a los actos de la Vida familiar. Todas las operaciones diversas de la naturaleza y del hombre -la vida multiforme de los campos, las habituales tareas del labrador, el diario trajín de su mujer, la crianza y el cuidado de los hijos- se realizaban en presencia y por la energía de estas vagas potencias transformadas ahora en deidades carentes de forma.

Acompañaban al acto de «denominar», es decir, de invocar, oraciones y ofrendas de alimentos, de leche y de vino y, en ocasiones, sacrificios de animales. E1 paterfamilias, que era el sacerdote, conocía las palabras y los ritos apropiados. Palabras y ritual que fueron pasando de padres a hijos hasta que se fijaron inmutablemente. La más mínima alteración en la invocación o en la ceremonia podía impedir que el numen interviniera en el acto que el individuo o la familia se proponía emprender, sobreviniendo entonces el fracaso. Los nombres de muchos de estos dioses domésticos han pasado a las lenguas europeas: Vesta, el espíritu del fuego del hogar; los Penates, preservadores de la despensa; los Lares, guardianes de la casa; pero había otros muchos. Las oraciones eran diarias; la comida de la familia una ceremonia religiosa en la que ofrendaban incienso y libaciones. Ciertos festivales se relacionaban con los difuntos, los cuales se consideraban a veces como espíritus hostiles y que había que expulsar, por lo tanto, de la casa por medio de ritos, otras como espíritus benévolos que se asociaban íntimamente a todas las fiestas y conmemoraciones de la familia.

Cuando éstas se unieron para formar una comunidad, el culto y el ritual de la familia formaron la base del culto del Estado. Al principio, el rey era el sacerdote y, cuando desapareció la monarquía, perduró el título de «rey de las cosas sagradas». Para ayudar al «rey» había «colegios» de sacerdotes, hombres cualesquiera, no de una casta especial, colegas para dirigir el culto y las fiestas. El principal colegio era el de los pontífices, que conservaba el saber acumulado, dictaba reglas, registraba las fiestas y los principales acontecimientos de significación religiosa para el Estado. Los pontífices produjeron un Derecho sagrado (ius divinum). Los colegios menores les ayudaban; así las vírgenes Vestales cuidaban del fuego del hogar del Estado, los augures interpretaban los presagios que veían en el vuelo de los pájaros o en las entrañas de un animal sacrificado; pues se suponía que los dioses imprimían en los órganos delicados de un animal consagrado signos de aprobación o desaprobación. Se concedía importancia nacional a los festivales agrícolas de los labradores: la recolección, la seguridad de los linderos, la persecución de los lobos para ahuyentarlos de los campos, se convirtieron en asuntos importantes de la ciudad. Fueron adoptándose nuevas festividades que se anotaban en un calendario del cual tenemos constancia. En un principio, Marte fue un dios de los campos; los campesinos-soldados, organizados para la guerra, lo convirtieron en el dios de las batallas. A medida que el horizonte de los romanos se ensanchaba, nuevos dioses atrajeron su atención, e incluyeron en el Calendario deidades de las ciudades etruscas y de las ciudades griegas de Italia. Júpiter, Juno y Minerva vinieron de Etruria; el griego Hefaistos fue equiparado a Vulcano, que los romanos habían adoptado de sus vecinos etruscos. También había muchas deidades «itálicas», porque si bien para simplificar hemos hablado de «romanos»-Roma misma estaba constituida por una fusión de tribus itálicas con cultos propios, que indudablemente tendrían cierto aire de familia.

Los colegios se encargaban de establecer, registrar y trasmitir, sin alterarlas, las fórmulas de invocación y de oración. En siglos posteriores, podía darse el caso de que un sacerdote utilizase una liturgia expresada en un idioma pare él incomprensible, y que el pueblo tomara parte en ritos cuyo sentido apenas captaba y que, sin embargo, tenían un significado. Procesiones y días de fiesta, diversiones y sacrificios, imprimían en la mente popular el culto del Estado. Más tarde veremos cómo el alud de ideas religiosas griegas y orientales irrumpió sobre Roma y como se adoptaron los mitos y las leyendas pare proporcionar el carácter pintoresco del que carecía la religión nativa. Pues, especialmente en los siglos IV y III a c., se introdujeron nuevos cultos en la practica religiosa del Estado, aunque en lo que toca al mito y al ritual quedaron inconfundiblemente marcados con el sello romano. Pero la influencia de esas ideas nunca llegó hasta el corazón de la antigua religión romana, inmutable en su naturaleza esencial. Con el aumento de los testimonios de la literatura y de las inscripciones se ve claramente que, tanto en la ciudad como en el campo, persistió la antigua religión. Los hombres cultos del último siglo a. c., versados en la filosofía y la crítica griegas, quizás considerasen esta religión como una mera forma; pero estos mismos hombres desempeñaban cargos en los colegios sagrados y fomentaban su práctica en el Estado, y hasta en la familia. Augusto, el primer emperador, no edificaba en el vacío cuando se propuso salvar del colapso al Estado restaurando la antigua religión romana y la moralidad inherente a ella.

Esta religión fría y un poco informe sostenía una rígida moral, y la mitología no impedía el desarrollo de esta moral. Homero había plasmado para los griegos leyendas sobre los dioses en versos inmortales -hasta que en una época posterior los críticos objetaron que estos dioses eran menos morales que los hombres-. Los romanos, aparte de las fórmulas de las oraciones, no tenían escrituras sagradas y, por tanto, no había ninguna moralidad mítica que destruir. Lo que le interesaba al individuo era establecer relaciones adecuadas con los dioses, no especular acerca de su naturaleza. Lo que a la ciudad le interesaba era lo mismo, y se le permitía al individuo entregarse a sus creencias particulares, si así lo deseaba. La actitud romana siempre es la misma; la tolerancia, con tal de que no se perjudicara la moral pública y que no se atacara al Estado como Estado. E1 romano, a medida que se desarrollaba, asignaba a los dioses su propia moralidad. E1 proceso puede ilustrarse de la manera siguiente:

Una de las primeras fuerzas que se individualizó fue el poder del sol y del cielo; a este poder se le llamó Júpiter, a no ser que Júpiter fuese el espíritu único del cual se individualizaron otros numina. A1 principio se acostumbraba prestar juramento al aire libre, bajo el cielo, donde no podía ocultarse ningún secreto a un poder que lo veía todo. Bajo este aspecto de fuerza atestiguadora, Hércules recibió el epíteto de Fidius, «el que se ocupa de la buena fe». De nuevo aparece en escena la tendencia individualizadora: se personificó el abstracto del epíteto Fides, «buena fe». Y el proceso, continuó: se atribuyeron otros epítetos a Fides pare designar las diferentes esferas en que Fides actuaba.

Esta habilidad pare abstraer una característica esencial es parte del proceso mental del jurista. Los romanos demostraron la capacidad de aislar lo importante y buscar sus aplicaciones; de aquí su jurisprudencia. En el tipo de especulación que exige una imaginación creadora, pero que casi parece hacer caso omiso de los datos de la experiencia, fracasaron. Pero lo mas importante es que el aislamiento de las ideas morales daba a éstas un nuevo realce. En el hogar y en el Estado las ideas morales ocuparon un lugar semejante al de las «fuerzas» mismas. Eran cosas reales en sí, y no creadas por la opinión; tenían validez objetiva. No es necesario indicar que las cualidades abstractas apenas pudieron haber inspirado un sentimiento religioso fervoroso, pues tampoco lo lograron las «fuerzas». Además, estas cualidades pronto fueron personificadas en una larga serie de «romanos nobles». La cuestión es que las ideas morales estaban envueltas en la santidad del culto religioso, y no podrá comprenderse la literatura posterior si las virtudes, a las que tan a menudo apelan el historiador y el orador, no se interpretan en este sentido. Estas ideas estaban ligadas al deber, impuesto a la casa y al Estado, de adorar a los dioses. Aquí es donde ha de encontrarse la raíz de ese sentido del deber que caracterizó al romano en su mejor aspecto. A menudo le hacía parecer poco interesante, pero podía llegar a ser un mártir por un ideal. No discutía acerca de lo que era honorable o justo; sus ideas eran tradicionales e instintivas y las sostenía con una tenacidad casi religiosa.

Ningún. clamor de la plebe por el mal, ,ningún ceño tirano, cuyo fruncimiento puede matar; es capaz de debilitar el poder que hace fuerte, al hombre de firme y justa voluntad.

[1] Barrow, R. H., Los romanos, FCE, México, 1950. Primera edición en inglés, 1949.

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