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ASI DE INFLEXIBLE ERA EL ROMANO EN LA ANTIGÜEDAD

Posted by on 9 marzo, 2010

Comparto nuevamente con ustedes la lectura de “Los romanos”[1], de R. H. Barrow. Este libro, aborda el estudio de la persistencia del espíritu inmortal de la civilización romana. Cuna de occidente, su aporte fue fundamental para el establecimiento de la civilización europea.

“Los romanos” no se propone ser un libro de historia. Barrow se propone describir a los romanos como pueblo, como civilización y como cultura, y, de esta manera, el libro brinda las bases para conocer los hitos más importantes, los diferentes períodos (la monarquía, la república, el imperio) y las personalidades destacadas en política, filosofía, literatura, e historia. Para el autor el libro es una invitación a la reflexión, a la búsqueda, a la reconstrucción de una historia apasionante.

Quizás el concepto que mejor demuestra el punto de vista romano es el de genius. La idea del «genio» empieza por el pater familias, que al engendrar hijos se convierte en cabeza de familia. Se aísla su carácter esencial y se le atribuye una existencia espiritual aparte; dirige la familia, que le debe su continuidad y busca su protección. Así, como un eslabón en ese misterioso encadenamiento de hijo-padre-hijo-padre, el individuo adquiere un nuevo significado; se sitúa contra un fondo que, en lugar de una superficie continua, está formado por fragmentos dotados de forma, teniendo uno de ellos la suya propia. Su «genio», por tanto, es lo que le coloca en una relación especial respecto a la familia que existió antes que el y que ha perecido, y respecto a la familia que ha de nacer de sus hijos. Una cadena de misterioso poder une la familia de generación en generación. A su «genio» se debe que él, un hombre de carne y hueso, pueda ser un eslabón en esa de cadena invisible.

Recuérdese la costumbre, en realidad el derecho, según el cual las familias nobles instalaban en un nicho, en la sala principal de la casa, máscaras de cera al principio y, más tarde, bustos de los antepasados merecedores del agradecimiento de su familia o del Estado. Estos bustos se asociaban a los ritos domésticos más solemnes del hogar No se trataba de un culto de los an tepa sados ni de apaciguar a los desaparecidos; sino más bien de una prueba de que ellos y todo lo que representaban vivían aún y alimentaban la vida espiritual de la familia.

Fue un paso insignificante en el desarrollo de la idea de «genio» el atribuir a cada hombre, que es un pater familias en potencia, un genio, y a cada mujer, una Juno; ya de esto existían precedentes entre los griegos. Pero el concepto primitivo de genius era susceptible de expansión. Así como el genio de una familia expresaba la unidad y la continuidad a través de generaciones suces ivas, más tarde se atribuyó el genio a un grupo de hombres unidos, no por lazos de consanguinidad, sino por una comunidad de propósitos e intereses durante etapas sucesivas. E1 grupo adquiere un ser propio; el todo significa más que sus partes, y ese plus misterioso que se agrega es el «genio». Así, en los primeros tiempos del Imperio tenemos noticia del genio de una legión; un oficial de hoy día convendrá gustoso en que la «tradición del regimiento» expresa débilmente lo que él siente; el genio es algo más personal. Así también encontramos el genio de una ciudad, de un club, de una sociedad mercantil. Se habla del genio de las distintas ramas de la administración pública -por ejemplo, de la casa de la moneda y de las aduanas- y es natural que pensemos en nuestros «altos ideales y tradiciones del servicio público». Los romanos tenían una asombrosa facultad de darse cuenta de la personalidad de una «corporación». Diríamos que eran extraordinariamente sensibles al espíritu que la animaba y es to es lo que dec ían li teralmente cuando hablaban de un «genio».~ Y no es sorprendente que en el Derecho romano, el derecho de «corporaciones» alcanzara un alto grado de desarrollo.

La fuerza que ha guiado en el presente guiará en el futuro, y así el genius de Roma tiene mucho, a la vez, de una «Providencia» que la protege, y de una misión que aquélla está cumpliendo.

Ya sabemos que en el hogar del campesino la esposa ocupa un lugar de autoridad y responsabilidad. Entre los romanos la mujer estaba, teóricamente, bajo la tutela del marido, y según la ley no disfrutaba de derechos. Pero no se la mantenía en reclusión como en el hogar griego. Compartía la vida de su marido y, como esposa y madre, creó un modelo de virtudes envidiado en edades posteriores. La autoridad paterna era estricta, por no decir severa, y los padres recibían el respeto de sus hijos, que participaban en las diversas ocupaciones en el campo, en la aldea y en la casa. Los padres se encargaban de 1a educación de los hijos, siendo ésta de tipo «práctico»; incluso las viejas leyendas apuntaban hacia una moraleja, y la ley de las Doce Tablas se aprendía de memoria.

En tiempos posteriores, se añoró la primitiva sencillez de los primeros tiempos, que sin duda fue idealizada. Pero no se trata de un mito; lo atestigua la literatura de los siglos III y II a. c., pues en esa época escribieron gentes que habían conocido a hombres educados en esta forma. Las «viej as costumbres» sobrevivían como realidades y, todavía más, como ideales. A1 enumerar las virtudes que a través de su historia los romanos consideraron como típicamente romanas, debemos relacionarlas con las cualidades autóctonas, con las ocupaciones y modo de vida, con la lucha de los primeros tiempos por sobrevivir y con la religión de los primeros siglos de la República. Se verá que componen una sola pieza.

En todo catálogo de virtudes figura en primer lugar alguna constancia de que el hombre debe reconocer su subordinación a un algo externo que ejerce una «fuerza vinculatoria» sobre él, a la que se llamó religio, término que tiene una amplia aplicación. De un «hombre religioso» se decía que era un hombre de la más alta pietas, y pietas es parte de esa subordinación de la que hemos hablado. Se es pius respecto a los dioses si se reconocen sus derechos; se es pius respecto a los padres, los mayores, los hijos y los amigos, respecto a la patria y a los bienhechores y respecto a todo lo que puede provocar el respeto y quizás el afecto, si se reconocen sus derechos sobre uno y se cumple con el deber en conformidad con ellos. Los derechos existen porque las relaciones son sagradas. Las exigencias de pietas y de off icium ( deber y servicios ) constituyen por si solas un voluminoso código, no escrito, de sentimiento y conducta que estaba más allá de la ley, y era lo bastante poderoso para modificar en la práctica las rigurosas disposiciones del derecho privado a las que se acudía sólo como un último recurso.

Gravitas significa «un sentido de la importancia de los asuntos entre manos», un sentimiento de responsabilidad y empeño. Es un termino aplicable a todas las clases sociales: al estadista o al general cuando demuestra comprender sus responsabilidades, a un ciudadano cuando da su voto consciente de la importancia de éste, a un amigo que da un consejo basándose en la experiencia y considerando el bien de uno; Propercio lo emplea cuando asegura a su amante la «seriedad (gravitas) de sus intenciones». Es lo opuesto a levitas, cualidad despreciada por los romanos, que significa frivolidad cuando se debe ser serio, ligereza, inestabilidad. Gravitas suele ir unido a constantia, firmeza de propósito, o a firmitas, tenacidad. Puede estar moderada por la comitas, que significa la atenuación de la excesiva seriedad por la desenvoltura, el buen humor y el humor. Disciplina es la formación que da la firmeza de carácter; industria es el trabajo arduo; virtus, la virilidad y la energía; clementia, la disposición a ceder en los derechos propios; frugalitas, los gustos sencillos.

Éstas son algunas de las cualidades que más admiraban los romanos. Todas ellas son cualidades morales; cualidades que probablemente resultarán insípidas y poco interesantes. No hay nada entre ellas que sugiera que la capacidad intelectual, la imaginación, el sentido de la belleza, el ingenio, el atractivo personal, fuesen considerados por ellos como un alto ideal. Las cualidades que ayudaron al romano en sus primeras luchas con la naturaleza y con sus vecinos, continuaron siendo para él las virtudes supremas. A ellas les debía que su ciudad-estado se hubiera elevado a un nivel superior al de la vieja civilización que la rodeaba -una civilización que juzgaba endeble y sin nervio cuando no estaba fortalecida por las mismas virtudes que él había cultivado con tanto esfuerzo-. Quizás puedan sintetizarse estas virtudes en una sola: severitas, que significa severidad con uno mismo.

El modo de vida y las cualidades de carácter aquí descritos resumen las mores maiorum, las costumbres de los antepasados, que son una de las fuerzas más poderosas en la historia romana. En el sentido más amplio, la frase puede abarcar la constitución política y el armazón jurídico del Estado, aunque generalmente se añadan palabras tales como instituta, instituciones, y leges, leyes. En el sentido más limitado, la frase significa el concepto de la vida, las cualidades morales, junto con las normas y los precedentes no escritos inspiradores del deber y la conducta, componiendo todo ello una sólida tradición de principios y costumbres. A esta tradición se apelaba cuando algún revolucionario atentaba violentamente contra la práctica política, contra las costumbres religiosas, o contra las normas de moral o del gusto. La insistencia de esta apelación, repetida por el orador y el poeta, el soldado y el estadista, demostró que la tradición no perdió su fuerza ni en los tiempos más turbulentos ni en las últimas épocas. Los reformadores podían pasar por alto la tradición, pero no podían burlarse de ella, y ningún romano soñaba con destruir lo que era antiguo simplemente porque fuese antiguo. Desde fines de la segunda Guerra Púnica, junto con la reverencia por los nobles romanos que personificaban esta noble tradición, empezó a oírse una nueva nota: la nota de las lamentaciones por la desaparición de algo valioso que estaba demasiado remoto para poderlo restaurar en aquella corrompida época. Surge esta nueva nota con Ennio, 239-169 a. c., a quien se ha considerado como el Chaucer de la poesía romana: «Roma esta edificada sobre sus costumbres antiguas y sobre sus hombres.» Cicerón, cuyos llamamientos a las mores maiorum son incesantes y sinceros, recibe de Bruto el elogio de que por «sus virtudes podía ser comparado con cualquiera de los antiguos». No puede hacerse mayor alabanza a una mujer que describirla como apegada a las «viejas costumbres», antiqui moris. Horacio, cuyo cariñoso tributo a su padre es sincero, dice de su propia educación:

«Hombres sabios», solía añadir, «las razones explicarán por qué debes seguir esto y apartarte de aquello.
Por mi parte, si puedo educarte en los caminos hollados por las gentes de valer de los primeros tiempos y, mientras necesites dirección, mantengo tu nombre y tu vida inmaculados, habré alcanzado mi objeto.
Cuando años posteriores hayan madurado el cerebro y los miembros, dejarás los flotadores y nadarás como un tritón.»

La tradición, al menos como un ideal, perduró hasta los últimos días del Imperio.
Mirando hacia el pasado no podemos decir que una religión como la antigua religión romana fuera a propósito para estimular el desarrollo religioso del hombre. La religión romana no tenía incentivo intelectual y, por tanto, era incapaz de producir una teología. Pero 1o cierto es que con las asociaciones y costumbres que se agrupaban en torno a ella, su contribución a la formación del carácter romano fue muy grande. Además, gracias a ella, se creó un molde en el que generaciones posteriores procuraron verter la nueva e inconforme mezcla de ideas que les había llegado de las viejas culturas mediterráneas mas antiguas. Los grandes hombres casi eran canonizados por sus cualidades morales o por sus obras. A las creencias y costumbres de aquellos días debemos atribuir ese sentido de subordinación u obediencia a un poder exterior, ya fuese un dios, una norma o un ideal, que en una forma u otra caracterizó al romano hasta el fin. Al mismo origen debe atribuirse el sentido de continuidad del romano que, al asimilar lo nuevo, conservaba el tipo y se negaba a romper con el pasado, porque sabía que se podía hacer frente al futuro con mayor seguridad si se mantenía el valor del pasado. Las primitivas prácticas rituales, acompañadas de invocaciones solemnes que cristalizaron en un «derecho sagrado», contribuyeron a desarrollar ese genio jurídico que es el gran legado de Roma, y en las leyes del Estado se reflejó la santidad de aquel derecho sagrado. La ley presuponía obediencia y no se la defraudaba. La posición del cabeza de familia, el respeto otorgado a la madre, la educación de los hijos, fueron confirmados y fortalecidos. La validez de las ideas morales quedó firmemente establecida, y los vínculos del afecto natural y de la ayuda a los amigos y a los servidores se afirmaron por medio de un código de conducta que estaba al margen de la coacción legal, pero que no por eso dejaba de tener gran fuerza. La naturaleza formal de las prácticas religiosas evitó en la religión romana las burdas manifestaciones del éxtasis oriental, si bien impidió el calor de los sentimientos personales. Y la actitud de tolerancia hacia la religión, que caracterizó a 1as épocas de 1a República el Imperio, se originó, paradójicamente, en un pueblo que concedía la máxima importancia a la religión estatal.

E1 resultado de la tradición religiosa, moral y política de Roma fue una estabilidad de carácter que con el tiempo aseguró la estabilidad del mundo romano; y no debe pasar inadvertido el hecho de que un pueblo, de tendencias literalmente retrospectivas, fuera siempre adelante y pusiera el progreso al alcance de los demás.

[1] Barrow, R. H., Los romanos, FCE, México, 1950. Primera edición en inglés, 1949.

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