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LOS ’60 y ’70 EN EL MUNDO. «LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS»

Posted by on 17 diciembre, 2019
Invasión soviética a Praga, 1968.

Esos fueron tiempos irreverentes, rebeldes; tiempos que proponían lo nuevo, que festejaban el cambio. Tiempos de revoluciones, de compromisos y protagonismos. Tiempos en los que, desde diversos espacios y prácticas, se impugnaba gran parte de los valores sobre los que durante mucho tiempo se había erigido Occidente. Fueron tiempos de jóvenes y de urgencias, tiempos en lo que todo parecía posible, tiempos de utopías. La descolonización de Asia y África, Vietnam, La primavera de Praga, la Revolución Cubana, la Revolución Cultural China;  fueron manifestaciones políticas, sociales y económicas que tuvieron algo en común. ¿Qué fue?

Los años que van desde mediados de la década del ’50 a mediados de la del ’70, fueron años muy convulsionados en el mundo entero. En aquellos años de «Guerra Fría«, se registraron cambios y movimientos revolucionarios en distintas dimensiones de la experiencia social: en la política, en el arte, en la cultura, en las relaciones internacionales, etcétera. ¿Qué tenían en común? La rebeldía frente al autoritarismo y al poder (político, económico, social), su cuestionamiento ante lo establecido. La palabra «liberación» parece ser una clave, un común denominador de lo que estaba pasando en distintas partes del planeta: muchos países dependientes enarbolaban las banderas de la «liberación nacional»; grupos de mujeres levantaban la de la «liberación femenina»; en gran parte de Occidente nuevas camadas de jóvenes proponían y practicaban la «liberación sexual»; surgían y se consolidaban movimientos políticos de izquierda que, cuestionando las diferencias de clases en la sociedad, sostendrían proyectos políticos de «liberación social». Este clima de ideas estaba acompañado por acontecimientos de orden internacional que marcaron la época.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945), Asia y África fueron escenario de un proceso acelerado de construcción de nuevas naciones. En efecto, en uno y otro continente un gran número de colonias logró -tras largas y cruentas luchas- su emancipación de las grandes potencias europeas que las habían colonizado en el siglo XIX.

El caso de Vietnam resulta sumamente significativo: tras derrotar a las tropas francesas en la guerra de independencia (1946-1954), el país había quedado dividido en Norte (independiente) y Sur (sucesión de dictadores alineados con Francia primero y EE.UU. después). A partir de 1957, apoyadas por el Estado vietnamita del Norte, las fuerzas guerrilleras del sur -llamadas Vietcong- comenzaron una nueva lucha por la liberación del sur y la unificación con el norte. El éxito de las acciones del Vietcong fue la razón de la intervención masiva de los EE.UU. en la región a partir de 1963.

La guerra de Vietnam duraría más de diez años (culminaría definitivamente en 1975 con la derrota del eje Sur-EE.UU., el retiro de las tropas norteamericanas y la unificación de Vietnam) y tendría importantes repercusiones. Por un lado, generó fuertes rechazos y oposiciones en el mundo entero a la política exterior de los EE.UU., incluso dentro mismo de ese país; por otro lado, la experiencia vietnamita constituyó, para los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo -que habían seguido la gesta de Vietnam con suma atención-, un «ejemplo», una lección: tras derrotar a la fuerza bélica más poderosa del planeta, el pueblo vietnamita demostraba que ningún poder es invencible. Más importante aún: el poder norteamericano -«el imperialismo», en clave de época- no era invencible.

En Europa Oriental, varios países del llamado bloque socialista (Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia) se rebelaban de alguna manera -ya fuera a través de cambios en las políticas de gobierno, o por medio de rebeliones nacionales y populares- contra el poder que ejercía la URSS sobre ellos y en oposición al modelo político-económico que desde Moscú se les imponía imitar. El ejemplo más emblemático de estos movimientos fue la llamada Primavera de Praga, en 1968.

Otro proceso orientado hacia la construcción de un modelo socialista de características distintas a la del soviético ocurría en China, con la llamada «Revolución Cultural» liderada por Mao Tse Tung, dirigente máximo del Partido Comunista Chino.

Estos nuevos socialismos, estos nuevos proyectos que, sin abandonar la idea de la socialización de las riquezas, ensayaban sus propias modalidades (distintas a la del modelo soviético), constituyeron ejemplos atractivos para gran parte de los movimientos revolucionarios de todo el mundo.

En el caso de América Latina, estos movimientos reconocían diversas tradiciones políticas e ideológicas; encontraban, sin embargo, un común denominador: su postura «antiimperialista», es decir, su oposición al poder que sobre la región ejercían los Estados Unidos. Muchos de estos movimientos planteaban, además, un cambio radical del sistema socio-económico. Frente al capitalismo dependiente que caracterizaba a la mayoría de los países latinoamericanos, que había demostrado ser fuente de desigualdades económicas, injusticias sociales y escaso y desigual desarrollo productivo; en oposición, el socialismo aparecía, en este contexto, como un modelo justo, equitativo, atento a las dignidades humanas.

Es indudable que la Revolución Cubana (1959) constituyó un impulso de envergadura para estos movimientos. En la pequeña isla, tras algunos años de guerrilla rural, las tropas lideradas por los jóvenes comandantes Fidel Castro y Ernesto Che Guevara, entre otros, habían logrado derrotar al ejército de la dictadura de Batista, tomar el poder y, al poco tiempo, declarar el carácter socialista de esa revolución. Todo esto a escasos kilómetros del «imperio». Pronto, Cuba se convertiría en el centro de las miradas de los jóvenes revolucionarios latinoamericanos que veían en el socialismo un orden social justo, anhelado y, a partir de entonces, posible en estas latitudes.

Mientras tanto, en el resto de Latinoamérica los recurrentes golpes de Estado y las diversas prácticas autoritarias y represivas de las clases dominantes venían a confirmar que éstas no estaban dispuestas a ceder sus privilegios económicos y políticos. De ahí que la «lucha armada» se erigiera, también siguiendo el ejemplo cubano, como un camino no sólo viable para la toma del poder sino, también, necesario.

En este contexto, la muerte del Che Guevara en Bolivia, en octubre de 1967, dio origen al símbolo más fuerte de quienes luchaban de alguna u otra manera por «la liberación». Su imagen representaba, para millones de jóvenes en distintas partes del planeta, los valores que parecían sintetizar a esa generación que intentaba cambiar el mundo: el compromiso revolucionario, el sacrificio, la entrega por un ideal, el heroísmo, la solidaridad, la lucha contra el individualismo. Éstos y otros eran, en definitiva, los atributos que tendría «el hombre nuevo», ese ser humano al cual el Che se refería, que se iría construyendo a la par de los avances revolucionarios. El «hombre nuevo» sería, entonces, el hombre del futuro; porque los revolucionarios de las décadas del ’60 y del ’70 no dudaban en confiar que la historia se encaminaba, veloz e indefectiblemente, hacia una sociedad igualitaria, justa, socialista. Como alentaba la mítica oratoria del líder de la Revolución Cubana: «las ruedas de la historia han echado a andar y ya nada podrá detenerlas». Esta historia sólo necesitaba de la acción de los hombres para acelerar su paso.

Fuente: Asociación civil Memoria Abierta, «De Memoria», vol. 1: La primavera de los pueblos. 1ª ed. Bs. As., Secretaría de Educación, Gobierno de la Ciudad de Bs.

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